Hay tardes que parecen detenerse. El sol cae despacio, tiñendo de dorado cada rincón, y el aire cálido invita a caminar sin prisa. Así fue aquella tarde con Karla y Antony en el Parque Europa, en Madrid.

Entre risas, pasos suaves y miradas cómplices, el tiempo se volvió ligero. El 50 mm me permitió acercarme a esos gestos casi invisibles —una caricia, una sonrisa que nace antes de pronunciar palabra—, mientras que el 35 mm abrió el espacio para que el entorno respirara con ellos: los reflejos del agua, los árboles que susurraban con el viento, la luz que jugaba entre las hojas.

Cada fotografía nació del instante, sin buscar la perfección sino la verdad de ese momento. Me gusta pensar que las imágenes guardan no solo lo que se ve, sino lo que se siente: el calor del verano, la complicidad silenciosa, la belleza de lo sencillo.

A veces, lo más real se encuentra cuando uno solo observa y deja que la historia se cuente sola.
Esa tarde, Karla y Antony lo hicieron fácil: solo tuve que mirar.